La negación del libre albedrío y el sentido de las cárceles
Si negamos el libre albedrío, ¿qué sentido tienen las cárceles? El castigo no parece disuadir, pero tiene el poder de retribuir a las víctimas. Se trata de una paradoja sobre justicia y destino.
La negación del libre albedrío, que es la postura que adhiero desde hace algún tiempo, abre una serie de puertas que esconden decenas de nuevas interrogantes. Por ejemplo, si aceptamos que nadie elige libremente sus acciones, ¿cuál es el sentido de las cárceles y los centros psiquiátricos?
Esta pregunta tiene un grado de significancia especial a la luz de ciertas ideas que pululan la noósfera. Por ejemplo, aquella según la cual el actuar de algunos delincuentes podría estar justificado en su calidad de víctimas de la opresión que produce sobre ellos la sociedad capitalista. Esta me parece una conjetura peligrosa porque equivale a pensar que la conducta de un agresor sexual se puede justificar arguyendo que él también es una víctima, en este caso, de su bioquímica interna. Después de todo, incluso si existiera el libre albedrío, las personas no controlamos deliberadamente los niveles de nuestros neurotransmisores ni el cableado de nuestro cerebro. Más aún, si no hay causas sin causas, resulta razonable pensar que se le pueda encontrar sentido a esta forma de pensar. Sin embargo, esta línea de razonamiento choca directo con la moralidad porque la agresión sexual no se puede justificar nunca.
El problema con este tipo de ideas (la del delincuente como víctima de la sociedad y la del agresor sexual como víctima de su bioquímica interna) se encuentra en la manera en que se usa el lenguaje, pues se confunden los factores explicativos de la conducta con la responsabilidad del individuo que la manifiesta. El individuo es moralmente responsable de sus conductas independiente de sus causas y los factores contextuales que pudieran determinarla en mayor o menor medida. La experiencia y el contexto solo pueden servir como explicación, pero en ningún caso deben usarse para justificar una acción.
Desde el incompatibilismo estricto (que propone el completo rechazo a la posibilidad de compatibilizar libre albedrío y determinismo), nos dicen que las personas que cometen un crimen merecen un castigo tanto como aquellas que hacen el bien merecen una retribución. Esto porque los premios y castigos se fundan en una necesidad humana de atribución, esto es, de encontrar al responsable o culpable de algo que ocurrió. Sin embargo, incluso algunos incompatibilistas estrictos –como Robert Sapolsky– reconocen que es necesario buscar la manera de evitar las posibles consecuencias asociadas a las acciones de un criminal por medio de restricciones, aunque limitando el grado de intervención al mínimo.
A pesar de que en algunas materias, dilucidar la moralidad de una acción puede ser difícil de concretar, nuestros sistemas de justicia modernos y los códigos que los regulan están lo suficientemente preparados para cubrir casi la totalidad de las disyuntivas más comunes que nos pudiéramos encontrar. Su eficacia para lograrlo puede ser discutible, pero eso es tema aparte.
Sin embargo, si negamos la existencia del libre albedrío, la penalización de las acciones delictivas o criminales orientada a su desincentivo pierde sentido. La conducta está determinada de antemano y los humanos no disponemos de los medios para controlarla arbitrariamente. Por tanto, no hay manera de desincentivar la comisión de delitos.
Según Nathaniel Popper, dar a los criminales penas ejemplares no tiene solo que ver con evitar que vuelvan a delinquir, sino que también con evitar que otras personas decidan que vale la pena arriesgarse. El problema con esta lógica es que, si el libre albedrío no existe, las personas no pueden decidir nada, y por tanto, castigar a unos no hará nada para desincentivar a otros. Entonces, ¿deberíamos eliminar toda forma de castigo?
Mi respuesta es que no, y creo que basta una sola razón: El castigo tiene una utilidad práctica en tanto que actúa como una forma de retribución a la víctima o sus cercanos. Por un lado, el hecho de que exista una autoridad moral que pueda cobrar justicia por nosotros nos proporciona una sensación de relativa tranquilidad porque sabemos que si alguien nos hace daño de alguna forma que sea contraria a los principios morales que hemos adoptado como sociedad, el responsable será castigado. Por otro lado, castigar al victimario hace que la víctima o sus cercanos se sientan bien producto de la activación de los circuitos dopaminérgicos asociados a la recompensa. La evolución nos ha dotado de un cableado neuronal que nos conduce a encontrar que el castigo es visceralmente reconfortante.
En conclusión, la negación del libre albedrío nos obliga a descartar nociones intuitivas como la del castigo orientado al desincentivo de la criminalidad. Sin embargo, asumir que nuestra conducta está determinada no implica una renuncia a la moralidad o al orden social. Más bien, se trata de comprender la responsabilidad y la gestión de las consecuencias de las acciones dañinas a través de una lente diferente. Esta nueva mirada ha de reconocer las limitaciones causales sin abdicar de la necesidad de proteger a la sociedad y apoyar a quienes han sido perjudicados, una necesidad que, paradójicamente, encuentra en la retribución hacia la víctima una de sus expresiones más arraigadas y pragmáticas.
El libre albedrío no existe. Creamos una falsa ilusión de que elegimos y somos los creadores de nuestro destino, pero eso es completamente falso.
La única verdad real es la causalidad. ¿O acaso cree que su publicación llegó a mí porque usted así lo decidió?
Usted piensa que sí, pero no. Hubo una cadena de acciones y condiciones determinadas que hicieron que su post llegara hasta mí.