El espejismo del recreo
El recreo docente no es pausa ni respiro: es una carrera contra el reloj, un descanso sin descanso, un espejismo eterno que se evapora con cada toque de timbre.
El recreo es como el espejismo del oasis en el desierto. En medio de la clase, el docente lo contempla en el infinito a medida que se va acercando, lentamente. Piensa que esos preciados minutos le permitirán recargar energías, responder un par de mensajes personales o aunque sea sentarse un momento. Pero cuando toca el timbre, se despliega una operación de vida o muerte disfrazada de maratón cronometrada: un minuto para ir al baño, otro minuto para ingerir un bocado y otro más para dejarse caer sobre la incómoda silla de la sala de profesores.
Los estudiantes celebran la llegada del recreo como un carnaval de mediodía. Empujones y gritos mientras salen formando una estampida humana. Y si el profesor no los juzga es porque, en el fondo, él desearía hacer lo mismo: correr para aprovechar esos escasos instantes. Diez minutos que se vuelven ocho esperando a que salgan, seis en lo que camina hasta la sala de profesores, tres o menos si un colega decide convertirlo en confesor de sus desgracias pedagógicas.
Aun así, el docente se aferra a la idea de que en el próximo recreo podrá descansar. Se imagina a sí mismo tomando un café caliente, sin apuro e idealmente en un espacio de silencio. Un momento para contemplar las grietas y desgastes del cielo falso americano le bastaría para sentirse pleno. Pero el espejismo se mantiene intacto: la taza de café se enfría, la conversación se interrumpe por un llamado urgente del jefe de UTP y las imperfecciones se siguen acumulando en las planchas de poliestireno.
Incluso cuando parece haber algo de calma, esta supuesta pausa no ofrece descanso al docente: es un consultorio emocional colectivo donde se intercambian historias de guerra, se comparan cicatrices pedagógicas y se sueltan carcajadas nerviosas que no alcanzan a curar ninguna herida. A lo sumo sirve para alargar la agonía.
De pronto, el timbre anuncia el inicio de otra hora y media de guarde ese paquete de papas fritas, saque su cuaderno, deje de tirarle el pelo a su compañera, siéntese como corresponde, vaya al baño a lavarse la cara, préstenme atención mientras explico, permítame terminar esta idea y vuelvo con usted, le dije que sacara su cuaderno, ¡no es el momento de ponerse a contar chistes!, ¡está prohibido dormir en clases!, ¡está prohibido conversar en clases!, ¡está prohibido respirar demasiado fuerte!, ¡y por favor, también está prohibido prohibir porque ya no me quedan fuerzas para prohibir nada más!
Y sin embargo, el espejismo vuelve a asomarse en el horizonte. Empieza la clase, pasan unos minutos, el docente mira el reloj y se abandona a ensoñaciones sobre el próximo recreo como si esta vez, milagrosamente, fuera a ser distinto. Se convence de que esta vez logrará sentarse, beber el café caliente o simplemente yacer tan inmóvil como un mueble. Pero la historia se repite y la promesa del oasis se diluye rápido cuando el timbre anuncia, implacable, que el ciclo nunca termina.